Por El País
Extractos:
Catorce años después de un asesinato que no cometió, Dolores Vázquez vive refugiada en una pequeña localidad al este de Londres, donde trabaja para una empresa de transportes gestionando el horario de los repartidores.
De no haber aparecido el verdadero culpable del crimen de Rocío Wanninkhof y de haberse ratificado su condena, Dolores habría cumplido 15 años de cárcel y estaría ahora a punto de salir en libertad. Sin embargo, habría que preguntarse sobre la clase de libertad que ha disfrutado en todo este tiempo.
Hace unas semanas apareció por Madrid para intervenir ante una audiencia de juristas, jueces, fiscales y abogados, organizado por la Fundación Pombo, la Universidad Carlos III y la Fundación Wolters Kluwer. Era un acto sobre presunción de inocencia y juicios paralelos. Dolores daba la cara ante representantes del sistema que la ha maltratado desde hace 14 años y que no ha sabido como pedirle perdón.
Su intervención no duró más allá de cinco minutos. Fue un discurso emocionado porque le cuesta reprimir las lágrimas. Ella tan fría, tan exigente, tan disciplinada, tan británica (hija de emigrantes gallegos se crio y educó en Epson) es un mar de lágrimas.
Una amargura infinita inunda su cuerpo. En el último estudio psiquiátrico al que ha sido sometida, el especialista valoraba con números el daño que ha sufrido: le asignó un valor 35, cuando 100 es el de una persona normal. Dolores es ahora un 35% de sí misma.
En esos cinco minutos, Dolores pasó por encima de su calvario y dijo lo que quería decir desde hace mucho tiempo: “Todavía, nadie me ha pedido perdón”. Su causa está en el Supremo a la espera de una sentencia definitiva que fije a cuánto debe ascender la indemnización a que tiene derecho por el error.
El proceso tiene su complicación porque, en medio de la reclamación (solicita cuatro millones de euros), el Supremo ha cambiado de criterio a consecuencia de una sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que le beneficiaría.
Pero Dolores no tiene suerte: su reclamación es anterior al cambio de criterio y no puede modificarla porque estaría prescrita. La Abogacía del Estado ha puesto precio a su dolor: le corresponden 62.280 euros por haber estado 519 días por error en la prisión.
Su vida es una cárcel sin rejas. Antes de marcharse al Reino Unido pasó alguna temporada en Galicia, donde vive una de sus hermanas, hasta que comprobó que detrás de todas las ofertas de trabajo que podía recibir había alguna doble intención.
Vivía como si tuviera que justificar cada paso. No descuelga el teléfono salvo para media docena de personas. Y, aun así, le cuesta mantener una conversación porque no puede evitar la sospecha de que es intervenida.
Al menos, ahora, no memoriza la matrícula de los vehículos que van detrás de ella, ni anota en un papel los lugares y las horas por donde transita cada día.
Dolores Vázquez fue víctima de un juicio paralelo en el que se le declaró culpable. Fue el primer gran caso mediático del siglo XXI en España. Los detalles de la investigación y de la vida privada de los protagonistas recibieron una cobertura ilimitada, de tal forma que cuando se llegó al juicio con jurado popular la suerte parecía echada.
Pedro Apalategui, su abogado, recuerda que no hubo ninguna renuncia a ser miembro del jurado, hecho poco habitual. El fallo apenas estuvo argumentado.
Dolores todavía escucha el coro de voces de las presas de la cárcel de Málaga cuando anunciaban su nombre por la megafonía: “¡Asesina!, ¡asesina!”. También lo recuerda Pedro Apalategui, que hubo de renunciar a todos los sábados de su vida durante 17 meses “porque me di cuenta de que mi visita era el único nexo que ataba a Dolores a la cordura”.
La angustia de su cliente la llevaba a desconfiar de la compañera de celda que la habían asignado para protegerla del suicidio: Dolores pensaba que tenía el encargo de espiarla mientras dormía por si confesaba en sueños.
El caso se resolvió por una casualidad un 18 de septiembre de 2003. La compañera de Alexander King, un exconvicto británico que residía en la Costa del Sol, denunció a la policía que sospechaba de unas manchas de sangre en la ropa de su novio, días después de haber sido encontrada el cadáver de la joven Sonia Carabantes en Coín, un caso que levantó viejos recuerdos no sin razón.
Las muestras de ADN confirmaron que King mató a Carabantes y que sus huellas estaban también en una colilla al lado del cadáver de Rocío Wanninkhof.
El descubrimiento propició una de las habituales disputas entre cuerpos policiales que derivó en que King pasó a ser propiedad de la Guardia Civil, que llegó a montar una teoría conspirativa, según la cual Dolores Vázquez organizó varios asesinatos en la costa. Fue el aviso de un alto cargo policial el que permitió al abogado de Dolores desactivar el montaje.
Catorce años después, Pedro Apalategui sigue guardando en un cajón de su escritorio un objeto que no pudo utilizar en el juicio. Dolores Vázquez se lo prohibió desde la cárcel. Se trata de una libreta con pastas rosas que Rocío Wanninkof le regaló a Dolores Vázquez por su cumpleaños.
Tiene una dedicatoria manuscrita de Rocío: (“Eres una chica tan guapa, tan simpática, tan amable, tan bella, y tan gordita, que te he regalado esta libretita. Así te quiero tanto como este corazón y si no te quisiera se rompería como este. Para Loli de Rocío”) y el dibujo de tres corazones rojos, uno de los cuales está roto.
Durante meses se argumentó que Rocío Wanninkhof nunca aceptó a Dolores Vázquez y que ese rechazo pudo provocar el deseo de matarla. El móvil del odio fue uno de los elementos esenciales del caso. Una prueba que lo desmontaba se quedó guardada en un cajón durante 14 años, los mismos que Dolores Vázquez lleva vividos sin obtener el perdón que necesita.
Nos equivocamos
Catorce años después de un asesinato que no cometió, Dolores Vázquez vive refugiada en una pequeña localidad al este de Londres, donde trabaja para una empresa de transportes gestionando el horario de los repartidores.
De no haber aparecido el verdadero culpable del crimen de Rocío Wanninkhof y de haberse ratificado su condena, Dolores habría cumplido 15 años de cárcel y estaría ahora a punto de salir en libertad. Sin embargo, habría que preguntarse sobre la clase de libertad que ha disfrutado en todo este tiempo.
Hace unas semanas apareció por Madrid para intervenir ante una audiencia de juristas, jueces, fiscales y abogados, organizado por la Fundación Pombo, la Universidad Carlos III y la Fundación Wolters Kluwer. Era un acto sobre presunción de inocencia y juicios paralelos. Dolores daba la cara ante representantes del sistema que la ha maltratado desde hace 14 años y que no ha sabido como pedirle perdón.
Su intervención no duró más allá de cinco minutos. Fue un discurso emocionado porque le cuesta reprimir las lágrimas. Ella tan fría, tan exigente, tan disciplinada, tan británica (hija de emigrantes gallegos se crio y educó en Epson) es un mar de lágrimas.
Una amargura infinita inunda su cuerpo. En el último estudio psiquiátrico al que ha sido sometida, el especialista valoraba con números el daño que ha sufrido: le asignó un valor 35, cuando 100 es el de una persona normal. Dolores es ahora un 35% de sí misma.
En esos cinco minutos, Dolores pasó por encima de su calvario y dijo lo que quería decir desde hace mucho tiempo: “Todavía, nadie me ha pedido perdón”. Su causa está en el Supremo a la espera de una sentencia definitiva que fije a cuánto debe ascender la indemnización a que tiene derecho por el error.
El proceso tiene su complicación porque, en medio de la reclamación (solicita cuatro millones de euros), el Supremo ha cambiado de criterio a consecuencia de una sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que le beneficiaría.
Pero Dolores no tiene suerte: su reclamación es anterior al cambio de criterio y no puede modificarla porque estaría prescrita. La Abogacía del Estado ha puesto precio a su dolor: le corresponden 62.280 euros por haber estado 519 días por error en la prisión.
Su vida es una cárcel sin rejas. Antes de marcharse al Reino Unido pasó alguna temporada en Galicia, donde vive una de sus hermanas, hasta que comprobó que detrás de todas las ofertas de trabajo que podía recibir había alguna doble intención.
Vivía como si tuviera que justificar cada paso. No descuelga el teléfono salvo para media docena de personas. Y, aun así, le cuesta mantener una conversación porque no puede evitar la sospecha de que es intervenida.
Al menos, ahora, no memoriza la matrícula de los vehículos que van detrás de ella, ni anota en un papel los lugares y las horas por donde transita cada día.
Dolores Vázquez fue víctima de un juicio paralelo en el que se le declaró culpable. Fue el primer gran caso mediático del siglo XXI en España. Los detalles de la investigación y de la vida privada de los protagonistas recibieron una cobertura ilimitada, de tal forma que cuando se llegó al juicio con jurado popular la suerte parecía echada.
Pedro Apalategui, su abogado, recuerda que no hubo ninguna renuncia a ser miembro del jurado, hecho poco habitual. El fallo apenas estuvo argumentado.
Dolores todavía escucha el coro de voces de las presas de la cárcel de Málaga cuando anunciaban su nombre por la megafonía: “¡Asesina!, ¡asesina!”. También lo recuerda Pedro Apalategui, que hubo de renunciar a todos los sábados de su vida durante 17 meses “porque me di cuenta de que mi visita era el único nexo que ataba a Dolores a la cordura”.
La angustia de su cliente la llevaba a desconfiar de la compañera de celda que la habían asignado para protegerla del suicidio: Dolores pensaba que tenía el encargo de espiarla mientras dormía por si confesaba en sueños.
El caso se resolvió por una casualidad un 18 de septiembre de 2003. La compañera de Alexander King, un exconvicto británico que residía en la Costa del Sol, denunció a la policía que sospechaba de unas manchas de sangre en la ropa de su novio, días después de haber sido encontrada el cadáver de la joven Sonia Carabantes en Coín, un caso que levantó viejos recuerdos no sin razón.
Las muestras de ADN confirmaron que King mató a Carabantes y que sus huellas estaban también en una colilla al lado del cadáver de Rocío Wanninkhof.
El descubrimiento propició una de las habituales disputas entre cuerpos policiales que derivó en que King pasó a ser propiedad de la Guardia Civil, que llegó a montar una teoría conspirativa, según la cual Dolores Vázquez organizó varios asesinatos en la costa. Fue el aviso de un alto cargo policial el que permitió al abogado de Dolores desactivar el montaje.
Catorce años después, Pedro Apalategui sigue guardando en un cajón de su escritorio un objeto que no pudo utilizar en el juicio. Dolores Vázquez se lo prohibió desde la cárcel. Se trata de una libreta con pastas rosas que Rocío Wanninkof le regaló a Dolores Vázquez por su cumpleaños.
Tiene una dedicatoria manuscrita de Rocío: (“Eres una chica tan guapa, tan simpática, tan amable, tan bella, y tan gordita, que te he regalado esta libretita. Así te quiero tanto como este corazón y si no te quisiera se rompería como este. Para Loli de Rocío”) y el dibujo de tres corazones rojos, uno de los cuales está roto.
Durante meses se argumentó que Rocío Wanninkhof nunca aceptó a Dolores Vázquez y que ese rechazo pudo provocar el deseo de matarla. El móvil del odio fue uno de los elementos esenciales del caso. Una prueba que lo desmontaba se quedó guardada en un cajón durante 14 años, los mismos que Dolores Vázquez lleva vividos sin obtener el perdón que necesita.
Nos equivocamos
Mientras el Supremo decide sobre la reclamación de Dolores Vázquez, EL PAÍS buscó a quienes llevaron el peso de la instrucción, el fiscal Francisco Montijano, el juez Román González y los investigadores de la Guardia Civil. ¿Pedirían perdón? ¿Reflexionaron sobre los errores cometidos?
Sólo Montijano accedió a dar la cara. El juez González no se puso al teléfono y los investigadores de la Guardia Civil manifestaron su convencimiento de que no cometieron error alguno y que no debían pedir perdón. “Actuamos con la mayor honestidad posible”, dijo el fiscal Montijano. “No actué a título personal, pero lamento lo que ocurrió. Como miembro del aparato represor, sí hay que pedirle perdón”.
Montijano reconoce la carga mediática del caso. “Las voces de la calle tomaron partido y eso pudo ocasionar cierto vértigo. Los medios influyeron sobre los testigos y no se puede decir si fue para bien o para mal”.
“Fui el último”, añade Montijano, “que se convenció de que no había suficientes pruebas. Que no suene a disculpa”, señala. “La principal prueba fueron sus mentiras e hilamos una historia alrededor de esas mentiras, construimos una versión que era absolutamente coherente, que no tenía fisuras.
¿Perdimos la cabeza? Nos equivocamos, que es otra cosa. Entiendo ahora y comprendo que pida el perdón de alguien. Yo se lo podría pedir, pero también la Audiencia y el TSJ avalaron la prisión provisional. Todos formamos parte y ciertamente nos equivocamos en el sentido profesional”.
Nota del Editor: El que se equivocó fue el jurado popular. A nadie más corresponde la responsabilidad. El juez no la juzgó. El fiscal no la juzgó. La gente no la juzgó. La juzgaron doce personas que no supieron aplicar el "principio de inocencia". La culpa es del jurado (o más bien de los legisladores que han puesto en cabeza de doce personas una tarea para la cual no están preparadas).
Enlace: Versión On Line
No hay perdón para Dolores Vázquez
Por Luis Gómez
El País - España
3 de junio de 2013
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